Son épocas de empoderamiento femenino, y lo disfruto, mi lado femíneo puede fluir, libre, y me exploro, más allá de los contornos de la educación machista que tanto se ha impuesto sobre mí.
Saboreo encuentros con lo femenino, con mis amigas, con las compañeras del camino que tanto me han compartido en mí andar. Esas bellas mujeres, hermosas y maravillosas, mágicas, si se me permite decirlo. Esas aliadas que me han ofrecido el ingreso a sus sueños, a sus miedos, a los míos, y que han sabido, en todo momento, abrazarme, aconsejarme, acompañarme, ofreciendo un fiel homenaje al sentir que me inspiran; afecto.
Me he recreado en sus sentires, a la vez compartiendo los míos propios, y ellas, me han permitido hacerlo, me han permitido hablar desde el corazón. Sí, verdaderamente no hago ningún favor a la causa feminista diciendo esto, pero no puedo negar que el rol afectivo que se les ha otorgado es placentero, y no es por acogerme a, ni recogerme en su tierna simpatía, sino por el delicioso recuerdo que me evocan, ese recuerdo que mana de mi cuerpo, ese cuerpo que sabe de sentires, que dialoga con la mente y me grita: “el ser humano es corazón y mente”, una tensión que en su resolución ofrece nuevas esperanzas, y nuevas tensiones, en definitiva, un ciclo de eterna superación, de nuevos encuentros, del encuentro constante.
Sin embargo, no escribo para halagar a las compañeras, ni para elogiar lo que me inspiran. Como he dicho, no les haría favores y sería paternalista, incluso machista seguir en esta línea de aclamaciones masculinas. No, lo que quiero es exponer mis encuentros con lo femenino, conmigo mismo, con eso que soy. Eso que no pertenece ni al hombre ni a la mujer, eso que sobrepasa los roles creados. Quiero explorar cómo se conecta, cómo dialoga con lo masculino en mí, cómo yo converso conmigo mismo.
Lo femenino, la madre, mi madre, la búsqueda del afecto en la mujer, cuestiones que me inculcaron, ¿cosas que se inventaron? La madre es real, la mujer es real, ¿Cuál es su esencia?, ¿y cuál es la del hombre? No pretendo responder a ninguna de estas cuestiones, permítanme gozar de cierta humildad, pero andan revoloteando en mi mente, en mi cuerpo, y no puedo más que mostrarme inquieto.
La madre, la madre tierra, la pacha mama de los Quechuas, ama lur de los vascos. Ese sentir de acogida, ese sentir de calor. De nuevo, ¿un rol otorgado a este planeta por nosotros, o un sentir proveniente del espíritu? En cualquier caso, yo siento a la madre tierra, procuro acariciarla con mis pasos, me dejo envolver por su magia y protección, disfrutando de sus abrazos. Este misticismo mágico, que tanto siento en las mujeres misma me asombra, me atrapa y lo respiro, lo respiro en mí mismo.
Mi amigas, cuanta fuerza veo en ellas. Cuanto aguante, cuanta serena calma en su persistente energía. Me recuerda a mi estancia en los Andes. En Ecuador disfrutaba de aquellas montañas, las veía cada día desde mi casa; el Volcán Cayambe, con su blanca cabellera asomándose en los amaneceres. En la terraza de mi casa, a unos tres mil metros de altura, sentía una fuerza serena, una energía que me envolvía, fuerte y suave a la vez. Lo solía comparar con lo que sentía en México, sin embargo allí, en el valle de lo que fue Tenochtitlán, quizá por los millones de personas que lo habitan, sentía una fuerza mucho más explosiva, más penetrante, desbordante. Un sentir potente, localizado, como sus chiles que te arden repentinamente en un punto de la boca. Por otro lado, en los Andes, sentía esa fuerza silenciosa, suave, como un picante más envolvente, incluso discreto si cabe la contradicción. Una energía masculina, otra femenina, dos sentires en un mismo planeta, en un solo cuerpo. ¿O acaso era al revés? ¿Energía masculina la del Ecuador y femenina la de México?
Las mujeres, tan mágicas, tan sagradas, ofreciendo a la tierra sus ciclos vitales, alimentando nuestro existir con su vigorosa leche, nutriendo nuestro espíritu de la fuerza serena. Reflejo de la luna en el mundo, sintonizadas con sus ciclos, hadas que besan el suelo palpando su esencia.
Saboreo la exuberancia femenina y la voluptuosa fantasía en la que me envuelve; un espejismo en lo real. Tantas mujeres que me han inspirado, tantas otras que lo siguen haciendo, y recuerdo, las voy recordando, una a una, y entiendo, habitan en mi, y yo en ellas. Y es entonces que me doy cuenta que los hombres debemos caminar junto a las mujeres, debemos formar parte de los senderos que van trazando, y a la vez, trazar los nuestros propios, para seguir encontrándonos, una y otra vez en los cruces, y a veces, optar por trazar uno conjunto.
La fuerza masculina, idealizada como explosiva, potente, poderosa, la de los machos de pelo en el pecho. Sin embargo, creo que los hombres hemos sido grandes perdedores en nuestra imposición, hemos colonizando al mundo, incluyendo a las mujeres que en él habitan, forzando una falocéntrica obsesión por la fuerza bruta, que solo infla nuestros egos. Nos hemos abandonado a la fuerza del derroche, sin explorar nuestra magia y nuestro sentir sereno. Hemos despreciado nuestra conexión sutil con el mundo y con nosotros mismos. Hemos permitido, y hemos asumido la explosividad del desahogo, cuando nuestra fuerza reside en entender los delicados hilos que unen lo explosivo con lo sereno, esa mezcla de asombro sutil; de conexión y armonía. Sí, también somos seres de la tierra, el polen que flota entre los reflejos de la luna en la noche primaveral. Ese polen suave y sosegado de la noche fértil que se posa sobre la madre tierra, buscando el encuentro penetrante, pero sutil, profundo y sublime, sin derrochar. No es un desahogo, es un encuentro maravilloso con la vida, la ofrenda de nuestra semilla; el regalo que las mujeres restituyen.
Nos encontramos en ellas, las encontramos en nosotros. Nos respiramos; somos.
Alejandro Ashley
05/05/2010